corrección de textos literarios

Los límites de la corrección de textos literarios: ¿hasta dónde puede intervenir un editor?

A pesar de que llevo muchos años dedicado a la corrección y edición literaria, cuando me enfrento a un nuevo proyecto, nunca olvido que la obra que tengo ante mí, con sus luces y sombras, es  ante todo una expresión artística.

Lo que pasa es que, en principio, la libertad creativa no admite reglas, razón por la cual ninguna obra debería ser criticable. Suena razonable, casi irrefutable, ¿verdad? Sin embargo, también es cierto que todas las expresiones artísticas acaban expuestas al juicio de quienes las promueven y consumen. En el caso de la literatura, editoriales y lectores conforman el mercado que juzgará el valor de una novela.

Desde esa perspectiva, eso de que la libertad creativa no admite reglas ya no parece tan irrefutable, ¿no?

Dicho de otro modo: frente a la libertad creativa y las convicciones de un escritor, están las decisiones de los lectores y de las editoriales. Justo ahí, donde confluyen las libertades del escritor y de los lectores, estamos los correctores de textos literarios haciendo equilibrismo entre las fortalezas y las debilidades de la obra y la fidelidad al estilo del autor.

Surgen entonces algunas dudas razonables:
¿Cuáles son los límites de la corrección de textos literarios?
¿Dónde se traza la línea roja entre la libertad creativa del autor y la viabilidad editorial de la obra?

Raymond Carver y Gordon Lish: un caso para reflexionar

Tras la muerte de Raymond Carver, en 1988, su viuda, Tess Gallagher, decidió publicar Principiantes, la versión «sin editar» de De qué hablamos cuando hablamos de amor. Fue un golpe de efecto para el mundo literario: ¿la narrativa de Carver habría tenido la misma trascendencia sin la intervención de Gordon Lish?

Según el artículo de El País titulado «El auténtico Carver», los eruditos parecen coincidir en que los relatos originales son buenos, pero que los editados son sobrecogedores.

Los buenos escritores se apoyan en los editores

No hay escritor consagrado cuya obra no haya pasado por la mirada objetiva de un editor. Es algo que los buenos escritores tienen en común: ninguno se atrevería a publicar algo que no haya sido revisado por un profesional. Ya lo decía Gardner Botsford, editor de The New Yorker durante cuarenta años, en su libro Life of Privilege. Mostly:

Los buenos escritores se apoyan en los editores.

También decía que los malos escritores hablan del inviolable ritmo de su prosa, pero ese es otro tema.

El caso es que no supimos de la enorme influencia de Gordon Lish en la obra de Raymond Carver hasta que Tess Gallagher, su viuda, publicó Principiantes tal como su esposo lo había concebido. Lo que quedó en evidencia es que Carver no era un escritor minimalista, como se creía, pero también que Lish se había mantenido en las sombras.

En 1999, Alessandro Baricco —autor de esa maravilla titulada Seda— accedió a las cartas y los manuscritos mecanografiados de Carver, en los que estaban incluidas las correcciones de Lish. Descubrió que el editor había cambiado los finales de al menos diez de los trece cuentos de De qué hablamos cuando hablamos de amor. El mundillo literario, incluido Stephen King, se volvió contra el que algunos llegaron a llamar «impostor» Carver al saberse que su obra se había enriquecido gracias a la tijera de Gordon Lish.

No voy a juzgar si Lish hizo un buen trabajo o si cruzó las difusas líneas rojas de la función del editor literario; ese no es mi propósito. Pero tampoco soslayaré que Lish articuló el éxito editorial de Carver, aunque no fuera el del auténtico Carver.

¿El punto de vista editorial es el mejor punto de vista?

Lo más inquietante, al menos para mí, es la pregunta que Baricco nos propone en «El hombre que reescribía a Carver»:

Desde un punto de vista editorial, él [Lish] tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?

El debate parece un asunto ético de calado, pero no lo es, y además también resulta estéril ante el hecho palmario de que siempre serán los lectores y las editoriales quienes dicten la sentencia. Y por ahí vienen los tiros…

¿Fue Gordon Lish quien debería haberle dado una oportunidad «editorial» al auténtico Raymond Carver?
Ahora, demos un pasito más: ¿O es que fue Raymond Carver quien debería haber rechazado las correcciones de Lish?

El objetivo superior: lograr que el lector no deje de leer

Como explico en La trama lo es todo: El proceso creativo de una novela, los escritores tienen un objetivo superior: lograr que el lector no deje de leer. Quien no lo consiga, habrá fracasado. En otras palabras, y siguiendo el hilo conceptual, el mercado editorial le habrá dictado sentencia.

La función de un corrector profesional es perfeccionar el texto para que la «sentencia popular» sea favorable, y al mismo tiempo debe salvaguardar el estilo del autor. Pero ¿qué ocurre cuando ambos objetivos no son conciliables? ¿Cuál debe prevalecer?

No, no… A mí no me miréis, que esa pregunta no debo responderla yo, sino quien detenta la autoridad sobre la obra. Ahí está la línea roja; bueno, al menos mi línea roja: yo asesoro y el autor decide.

Estoy convencido de que los editores somos parte del aprendizaje de los escritores. Un buen proceso de corrección de textos literarios ayuda al autor a crecer, y eso se nota en sus siguientes obras.

Yo creo que esa fue la gran influencia de Gordon Lish en el camino literario de Raymond Carver. Y tengo pruebas: en 1983 se publicó Catedral; en 1988, Tres rosas amarillas. Ambas son obras memorables, a pesar de que las tijeras de Lish jamás las visitaron.


 

 

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