Hoy quiero referirme las palabras de Hanif Kureishi, el autor de El buda de los suburbios, citada en el artículo de Andrés Hax, «El fraude de los talleres literarios»:
Si quieres escribir lo que tendrías que estar haciendo es leer la mayor cantidad de literatura buena que puedas, por años y años, en vez de malgastar la mitad de tu carrera universitaria escribiendo cosas que no estás listo para escribir.
Podría analizar todo el artículo, pero me parece tan desafortunado, que prefiero tomar en cuenta solo el aspecto más recurrido en el arte de la escritura: Leer mucho y los talleres de escritura son un fraude. Leer mucho nos hace buenos lectores, pero no nos convertirá, per se, en buenos escritores. Un escritor, cuando lee, lo hace desmontando todos los engranajes que hacen funcionar el motor del texto. Pero, para poder leer de ese modo, es necesario conocer los recursos y las técnicas. Es así de sencillo. Y así de complicado.
Por ejemplo: un lector puede leer el relato «El gran río de los dos corazones», de Ernest Hemingway, y disfrutar con una excursión de pesca; otro, en cambio, puede sentir el rastro emocional del subtexto. Algo parecido ocurre con «Emma Zunz», de Jorge Luis Borges; un lector puede leer la historia de una venganza; en cambio, otro puede preguntarse cómo Borges ha conseguido mantener la tensión rompiendo con el esquema clásico de un relato de suspenso, cercano al policial; o cómo utiliza el narrador omnisciente y nos cuela sus digresiones con tanta maestría.
Para ver estos detalles que hacen grandes a los grandes, hace falta conocer las técnicas. El problema es que, a diferencia de otras artes, nuestra materia prima es tan cotidiana, que muchos piensan que escribir bien es lo mismo que escribir literariamente. Es más, todos tenemos acceso a las mismas palabras con las cuales se escribió Cien años de soledad o Rayuela. Todas las palabras que utilizaron García Márquez y Cortázar están en el diccionario que tenemos en esa estantería, con lo cual, podríamos suponer, cualquiera podría escribir un cuento como Borges o una novela como Sthendal, a condición de que lea mucho, según el señor que escribió ese artículo.
Para todo hace falta una técnica
Cuando tenía unos diecisiete años —de eso hacen ya unos cuantos—, tenía muy claro de dónde provenía el aceite de oliva, incluso era capaz de describir su proceso de producción. También sabía —al margen del conocido enigma sobre qué fue primero, y que no he podido resolver—, qué era y cómo llegaba hasta nuestra nevera un huevo. Mis conocimientos eran tantos, que incluso podía describir los andares del gas hasta llegar a la cocina, y de dónde se obtenía la sal. Sin embargo, con todo ese caudal de saberes, era incapaz de producir un huevo frito decente. Si no se me pegaba, se me cocinaba la yema o la clara quedaba cruda. Fue mi madre la que, en un plis plas, me desveló la técnica, mínima y sencilla, para hacer un huevo frito perfecto.
Para hacer un huevo frito decente se requiere cierta técnica, aunque sea mínima, pero pareciera que, para Hanif Kureishi, escribir sea menos que hacer un huevo frito. Esto no significa que el escritor, para serlo, debe apegarse a las técnicas. Por el contrario, una de las diferencias entre un gran escritor y uno mediocre es la ruptura de esas normas, pero con conocimiento. Y yo aliento a los escritores en ciernes a experimentar rupturas de las técnicas narrativas.
Ahora me pregunto: ¿puede un buen lector entender por qué el autor eligió tal o cual tipo de narrador, o por qué en lugar de elegir el estilo directo, se inclinó por el indirecto libre? En los talleres he visto muchos textos fallar porque el narrador no era el adecuado y el relato entraba en un cuello de botella, o perdía el rastro emocional de la historia.
En todos los ámbitos de la vida se requieren unas técnicas, por mínimas que sean, para hacer cualquier cosa, como por ejemplo, no sé, por decir una tontería, subir una escalera, al margen de las instrucciones de Cortázar, o escribir una buena historia. La literatura buena no es más que un canal de comunicación entre el escritor y lector, y el conocimiento de las técnicas hace que esa comunicación sea eficiente. ¿Comunicar qué?, suelen preguntarme en los talleres. Todo ser humano es y está en este mundo de un modo único e irrepetible, y cada historia, más allá de la ficción, lleva los jirones de ese ser y estar en el mundo de cada escritor.
Negar la utilidad de los talleres literarios para entrar en contacto con los engranajes que mueve un relato de Cortázar, digamos, ¿«La continuidad de los parques»?, es como decir que ese cuento es maravilloso solo porque don Julio tenía mucha riqueza de vocabulario y leía mucho. Como si para hacer un huevo frito decente diera lo mismo poner primero el huevo y luego agregar el aceite caliente.
Lee mucho, sí, todo lo que puedas, pero entra en contacto con las técnicas literarias.
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