A menudo tengo la sensación ―y es solo una percepción personal― de que cuando escucho a los lectores opinar que tal relato tiene buen ritmo, se refieren a que su lectura es ágil, o a que avanza con rapidez. Sin embargo, hay historias que exigen cierta morosidad. Es comprensible que algunos escritores, sobre todo al principio del camino, piensen que el aburrimiento del lector se evita con narraciones ágiles, incluso trepidantes. Del mismo modo, es indiscutible que las posibilidades de que un lector se nos duerma con una historia ―o un pasaje de la historia― son mayores en discursos con cierto grado de lentitud, que en aquellos que mantienen un ritmo más ágil. Ese fue uno de los desafíos que tuve que asumir con el segundo relato de Todas son buenas chicas.
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Lirios amarillos

La idea de este cuento, cuyo primer borrador escribí en 2012, fue un constructo progresivo. El tema me lo trajo un anuncio de televisión, pero no la historia. Poco tiempo después, una visita al río Cabriel me trajo algunos recuerdos insobornables y, prácticamente, coincidió con el hallazgo, casual, de una fotografía del óleo «Lirios amarillos», de Gustave Loiseau (1865-1935, Francia), y el significado de estas flores. Todos esos elementos parecían relacionarse con cierta coherencia, pero me faltaba una clave. Fue entonces que me vino a la cabeza un fragmento del cuento de Ernest Hemingway, «El gran río Two-Hearted», que reproduje al principio de mi historia.
Cuando los dedos de Nick la tocaron, cuando sintieron su tacto terso y frío bajo el agua, desapareció, desapareció como una sombra por el fondo del río.
Cuando lo releí, fue como un soplo que insufló vida a todas las piezas y, entonces, mi historia estaba ante mí, clamando por ser escrita. Pero una cosa es tener todo clarísimo en la cabeza, con todas sus imágenes y emociones, y otra es representarla en el papel.
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